LA MUJER DESHABITADA
Historias de Superación
No me gusta hablar de lo que pasó. Es volverlo a vivir. Tengo la piel de las emociones, todavía en carne viva y, cada vez, que paseo la memoria por esas vivencias, echo sal a la herida. Hablar de ello no me alivia, me embrutece, me llena de odio y venganza. Me convierte en un tipo de persona parecida al verdugo que me eligió como su juguete particular, su muñeco de vudú doméstico, para saciar su mala entraña y cobardía. Ha contaminado mi existencia. Mi vida está podrida por su comportamiento enfermo y venenoso.
Estuve convaleciente de todos los males físicos y psíquicos, secuestrada, vacía y ausente. Los días no tenían principio ni fin, tan solo se sucedían sin sentido. Quise esconderme en una burbuja invisible, quise huir hacia el futuro en cualquier nave que pasara bajo mi balcón, quise ofrecerme a cualquier experimento genético que me descubriera que perverso gen gobernaba mi universo afectivo. No entendía nada y me sentía culpable. La medicina del cuidado, los mimos, los ánimos y la protección, no me producían beneficio. Mi cuerpo seguía una inercia mecánica, pero mi mente estaba desdibujada, rota. Creo que estuve muerta, pero no se dieron cuenta. Los muertos se parecen mucho a los vivos. Era una muerta sin futuro en el mundo que me custodiaba, tenía que escapar de todo lo que conocía y de los que me conocían. Me ingresaron en un Centro con otras mujeres tan deshabitadas, esencialmente, como yo. Mujeres violadas, humilladas, amenazadas, despreciadas, torturadas, huérfanas de su dignidad. Viví en un universo de ensimismamiento un día y otro. Siempre lo mismo. Y él, mi exterminador, siendo lo primero en lo que pensaba cuando amanecía y lo último que recordaba cuando el sueño y el cansancio, por fin, me doblegaba y dejaba de tenerle miedo. Deseaba que la muerte me rescatara de mi miseria vital.
Así una hora tras otra. Y pasaron los días y los meses con una lentitud hiriente. Una mañana, al cabo de mucho tiempo, tanto que no me reconocía en el espejo, observé que una compañera se abrazaba a una higuera y respiraba dichosa. Era una costumbre diaria. Una mañana me acerqué a la higuera y me abracé con fuerza. Y así todos los días, buscando respuestas o sensaciones que me empujaran fuera de mi laberinto destructivo. En otra ocasión, después de mi nueva costumbre afectiva, me acerqué a una huerta que cuidaban varias compañeras. Una de ellas, una mujer con la piel de la cara quemada con ácido por alguien que un día amó con locura, procuraba estar siempre en el huerto al cuidado de los tomates, cebollas, patatas, rábanos y melones, sin descuidar un puñado gallinas. Esa mujer tenía cara de felicidad. Aseguraba que era gracias al huerto y a las gallinas. No entendía que nadie pudiera vivir sin un huerto. Decía que ninguna persona con dos dedos de frente podía vivir de espaldas a la naturaleza, aunque fuera un retazo de poca monta. Una persona sana debía cultivar un trozo de huerto para templar las ansias del alma y amortajar penas y malos recuerdos.
No sé cuándo, me di cuenta sin querer, que el lado oscuro de mis recuerdos, estaban mejor controlado y aseado. Mis odios y venganzas fueron transformándose en pena y tristeza. No quería volver a ver a ese hombre ni en misa de diez, pero empezó a formar parte de una pesadilla anclada en otra vida, otro mundo, otro tiempo. Empecé a comprender y aceptar que lo que pasó no fue culpa mía, que no lo provoqué yo, que sucedió porque mi hipotético príncipe era un monstruo prefabricado con fecha de caducidad, un espantapájaros sin corazón operativo, un individuo lleno de taras que cuando quieres devolverlo a fábrica por su estado defectuoso no sabes dónde has puesto la garantía de devolución.
Mientras viví cerca de la huerta empecé a saber soñar. No era tarea sencilla, pero puse empeño en practicar un rato cada día. Era una medicina espiritual que me hacía bien. Soñar me gustaba. Y empecé a sonreír de nuevo. También me gustaba. El perfume de la naturaleza sembró en mi corazón algo parecido a una nueva primavera. El olor a tierra mojada me relajaba hasta tal punto que podía quedarme dormida sin proponérmelo y, el sonido del agua, era lo más parecido a la poesía del bienestar
El hombre y la mujer son tierra y en la tierra pueden encontrar respuesta a sus recién estrenadas esperanzas. Mientras descubro mi camino labraré la tierra, cuidaré los frutos que crecen a mí alrededor y escucharé a mi corazón. Ahora, en estos momentos, pienso que soy feliz y cuando recuerdo algo de lo que me pasó esbozo una sonrisa de complicidad conmigo misma. He descubierto que la vida tiene futuro
Publicado el noviembre 28, 2016 en Artículos Propios y etiquetado en La mujer deshabitada, manuel villa-mabela. Guarda el enlace permanente. 7 comentarios.
Me gusta mucho este relato. Es un tema muy complicado, ciertamente, pero lo has traído muy claro y esperanzador.
Si es complicado sí, pero hay que recordar que solo pasamos por aqui una vez y hay que superarse como sea. Gracias. Besotes
Así es. Besotes a ti.
Era una muerta sin futuro en el mundo que me custodiaba… extraordinaria frase.
Quedo agradecido. Es un tema triste pero me gusta tratarlo con ternura y esperanzas. Saludos
Así es, cuando se deja de sentir culpable, cuando una se da cuenta que no es la mala, sino él, es cuando se empieza a escalar el pozo del maltrato. Pero hasta llegar al borde hay mucho trecho que recorrer, la autoestima por los suelos tiene que recuperarse y eso lleva mucho tiempo… algunas no tienen suficiente ni con toda una vida.
Enternecedor relato, felicidades
Un tema triste y complicado. Un asunto de evolución moral, es decir, andamos en pañales. Gracias. Saludos